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Cien cuyes, Gustavo Rodríguez |
La tragedia de la ancianidad
Días antes de leer Cien cuyes, llegó a mis manos Las moscas de otoño de Irène Némirovsky, una nouvelle cautivadora donde se narra la decadencia de una familia acaudalada tomando como perspectiva la mirada de Tatiana Ivanovna, su anciana ama de llaves. Las páginas finales de esta novela corta son las más potentes y conmovedoras porque, a partir solo de descripciones del espacio y recuerdos, se puede sentir la soledad, el vacío y el hartazgo de la ama de llaves. Irène no necesita de diálogos triviales que rellenen más páginas para imprimirle un dramatismo al momento final de la anciana...
Luego están los de Cien cuyes: un grupo de ancianos miraflorinos que conviven diariamente con el aburrimiento de su vejez, viendo películas de antaño, recordando hazañas pasadas, perdidos entre pastillas, aunque siempre bajo los diligentes y bien pagados cuidados de Eufrasia Vela, la «heroína» de esta novela. Ellos buscan llegar con dignidad al final de sus vidas, y la solución se presenta en Eufrasia, quien decide ayudarlos, pues, matándolos... Nada más digno que dejar que alguien se ocupe de tu muerte... Entiendo que la novela no pretende ser una historia cargada de tragedia, sino que tiene ciertos trazos de comicidad; sin embargo, el tratamiento tan poco verosímil de estos personajes los ubica más en lo ridículo que en lo humorístico.
Por ejemplo, la primera anciana, doña Carmen, en quien podría concentrar lo enternecedor y patético de la figura del anciano, pronto es ridiculizada no solo en una absurda escena de canto con Eufrasia —¿era necesario reproducir casi la mitad del «Mambo de Machaguay»?, ¿eso vuelve la escena más tierna, más humorística?—, sino cuando expresa cierto clasismo hacia su cuidadora: "... calculó si podría pagarle un aumento a Eufrasia, pero se rehusó a ser raptada por la generosidad, porque lo único peor que el miedo a ser viejo solitario es el miedo a ser un viejo solitario y sin dinero".
«Oye, pero así está construidos esos personajes; y además los viejitos tienen ese tipo de pensamientos, es normal...», podrían decirme. Claro, pero cómo se puede establecer un poco de afinidad con estos personajes cuyo mayor drama es no saber qué sintonizar en la televisión, no poder correr tabla nuevamente, no disfrutar de la «playa de La Herradura, la del Waikiki en la bahía de Miraflores, la de Ancón más al norte; los domingos de misa en María Reina, los días de milkshakes en el Cream Rica y las noches frescas de autocinema en Córpac, cuando los Ford y los Buick transitaban relajados por el asfalto». Creo que las pocas escenas cargadas de cierto dramatismo quedan desplazadas por ese halo de frivolidad/«humor» constante con el que cubre a los ancianos y, por tanto, no permite comprender verdaderamente las razones que los conducen a querer matarse.
Dicen que esta novela refleja que «somos sociedades cada vez más longevas y cada vez más hostiles con la gente mayor». Pero los ancianos, además de tener las dificultades y los problemas de salud propios de su edad, no se muestran en indefensión ni mucho menos abandono.
Dicen que esta novela es conmovedora, así la definen cada vez que la mencionan. Pero no logra conmover.
La «heroicidad» de Eutanasia Vela
Lo inverosímil en Cien cuyes no solo se circunscribe a los ancianos, sino también a Eufrasia Vela. Sobre ella debería recaer toda la importancia dramática de la novela, pues es el elemento disruptivo en la linealidad de la historia —¡está siendo copartícipe de un asesinato múltiple!, ¡por favor, haz que muestre un poco de contrariedad, rabia, necesidad, miedo, pena... Que transmita algo!—. Pero pareciera más un elemento accesorio, puesto para la conveniencia de la trama de los ancianos. No se logra ni sentir afinidad por sus acciones ni ninguna empatía por condenarlas.
Es un personaje que me dejó con muchas dudas. ¿Era tanta su necesidad de dinero para aceptar participar de los asesinatos? ¿Logró congeniar con la fatalidad de los ancianos? ¿Fue tanto el drama de los ancianos para despertar en ella un hábito de heroicidad que la podría conducir a la cárcel? ¿Tan cansada y decepcionada estaba de la vida que llevaba, con un trabajo aparentemente estable y un hijo pequeño que mantener? Desde luego, cualquiera de las preguntas puede traducirse en una afirmación. Pero ¿esa afirmación quedaría respaldada con lo que uno va leyendo en las más de doscientas páginas? No.
Y es que la mirada de Eufrasia Vela es vacía durante la mitad de la novela. Ni siquiera cuando se destapan los asesinatos y Magaly Medina [?] intenta buscar su testimonio se percibe un poco de ella. Su momento más expresivo se encuentra al final, cuando se encamina con su hermana y su pequeño hijo en un último viaje. Aquí, solo aquí, se logra lo que aparentemente —según dicen los más entendidos— cubre todo Cien cuyes: lo conmovedor. Y, curiosamente, no recae en el proceso de la muerte de los ancianos, sino en la muerte de la justiciera. Este es para mí el momento «más logrado» de la novela, si no fuera porque... pronto lo llena de desatinados recuerdos y conversaciones que se asemejan más a un mal producido spot publicitario sobre literatura, historia y geografía del norte del Perú. «Blanca Varela, que tituló su poemario por el puerto que habían dejado recién atrás»; «Los incas la conquistaron un poco antes de que llegaran los españoles»; «el puerto de Salaverry, el pueblo de Moche, [...] las referencias a las mochicas huacas del Sol y de la Luna»; «mientras cruzaban los cañaverales de Laredo, los mismos que viera el poeta Watanabe».
Y a todo esto... DÓNDE ESTÁN LOS CIEN CUYES
Como mencioné al inicio, el título me resultó bastante llamativo. Podría decirse que expresa ya el tono de la novela, es decir, la comicidad que busca imprimirle el autor. Pero... qué más.
Siempre he creído que los títulos de las obras son lo más difícil de determinar para un autor, y también que —probablemente, de manera errónea, lo sé— la mayoría de ellos guarda una importancia indesligable con el texto. Por ejemplo, en la nouvelle Las moscas de otoño de Némirovsky que mencioné hace poco, la imagen de estos insectos es tan representativa en la historia, y refleja con claridad la condición de los personajes: deambulando en círculos en la casa, en una rutina agotadora soportando de a pocos la llegada del verano.
¿Y los cuyes? ¿Habrá alguna relación soterrada entre estos animales y los ancianos, o solo se reduce a la mera remuneración a Eufrasia Vela? ¿Podría analizarse la presencia de los cuyes en la novela sin caer en la sobreinterpretación? ¿Cuál es la función de los cuyes aquí? Pues simplemente llegaron a través de un recuerdo: «bastan diez cuyes para empezar un negocio». A partir de ahí, Eufrasia considera rentable cobrar en «cuyes» por sus trabajos. Y si se los toma como una simple especie de divisa, ¿pudieron ser cien gallinas?, ¿cien patos?, ¿cien conejos? ¿O necesitaba ser un cuy?
Alentado por la curiosidad —seguramente un poco innecesaria—, revisé unas cuantas entrevistas a Gustavo Rodríguez en las cuales quizá mencionara qué se escondía detrás de los cien cuyes. Solo uno de todos esos entrevistadores se interesó por las razones del nombre de la novela; los demás solo querían ahondar en la conmovedora historia de los ancianos. El autor dice en esta entrevista: «Aposté por un título que tuviera una palabra que se imponga fuera del Perú, porque hay un mensaje político ahí [...]; ya que estamos en tiempos convulsos donde todo lo relacionado a lo andino ha sido menospreciado atávicamente, pongamos una palabra que surgió en los Andes para titular esto y darle visibilidad»*...
¿Visibilidad a la novela?, ¿visibilidad al cuy?, ¿visibilidad a lo andino a partir de colocar a cien cuyes en el título? Bueno...
Ficha
Editorial: Alfaguara
Año: 2023
Páginas: 258
Otros libros leídos del autor: ninguno antes
Valoración:

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* https://fb.watch/kgdOoxjwTS/ (minuto 2:58)
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